En los primeros 600 días de gestión, el Gobierno de Javier Milei eligió con precisión quirúrgica a quién cuidar y a quién ajustar. Los números son claros: el Estado argentino gastó más en intereses de deuda que en pagar jubilaciones.
Según un informe del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG), $34,8 billones fueron destinados al pago de intereses de deuda, mientras que $25,5 billones fueron dirigidos al sistema previsional. En otras palabras, por cada $100 que se destinó a los acreedores, sólo $73 fueron al bolsillo de los jubilados y jubiladas.
La comparación no es solo numérica: es política. Es una definición de prioridades en un contexto de escasez. Mientras se recortan haberes previsionales, se desfinancia el PAMI, el Garrahan, se congelan moratorias y se veta una ley que proponía mejoras mínimas en los haberes más bajos, el Gobierno honra religiosamente cada vencimiento con los tenedores de bonos, sean locales o extranjeros.

El argumento fiscalista no alcanza para justificar la asimetría. En mayo de este año, por ejemplo, el gasto en intereses fue de $6,5 billones, por encima de los $4,2 billones que se destinaron a jubilaciones. Y esto sin contar los intereses capitalizados de instrumentos como las LEFIs o las Lecaps, que engordan el pasivo futuro sin figurar en el gasto corriente.
A su vez, los datos de la Oficina de Presupuesto del Congreso y del Ministerio de Economía indican que el gasto total en servicios de deuda representa ya más del 8% del PBI, con una proyección creciente hacia fin de año. En contraste, el gasto previsional como porcentaje del producto ha retrocedido por debajo del 7,2%, su menor nivel desde 2004.
El veto presidencial al proyecto de ley que buscaba una mejora real para las jubilaciones mínimas —con un costo fiscal estimado de 0,9% del PBI en 2025— también refuerza el ajuste contractivo. La medida se justificó bajo el objetivo de sostener el superávit financiero, y el “no hay plata”; pero consolida una reforma previsional de facto, sin debate legislativo y con fuerte impacto regresivo.

Lo que estamos viendo no es solo un ajuste, sino una transformación del Estado. El superávit primario —tan celebrado por el oficialismo— se construye sobre la base del deterioro de las condiciones de vida de los sectores más vulnerables: jubilados, docentes, científicos, estudiantes.
Este modelo no es nuevo, pero sí explícito. La novedad es que por primera vez el Estado gasta más en sostener su deuda que en pagarle a quienes trabajaron toda su vida. Y lo hace con orgullo, como si fuera sinónimo de orden y racionalidad.
Actualmente se prioriza a los acreedores por sobre los adultos mayores, estamos viendo una renuncia al contrato social más básico. Porque si el Estado no protege a quienes ya no pueden trabajar, ¿para qué existe?
El interrogante abierto es doble: ¿cuán sostenible es este sendero de consolidación con deterioro social creciente? ¿Y qué consecuencias fiscales a mediano plazo tendrá el creciente peso del costo financiero, en un esquema de deuda que continúa indexada y expuesta a tasas reales elevadas?
El ajuste tiene dueños, pero también tiene víctimas.
Por Rubén G. Serruya
Licenciado en Economía de la UNNE. Secretario del Bloque Legislativo Frente Grande. Secretario de Derechos Humanos de la CTA de los Trabajadores. Coordinador de la Tecnicatura Superior en Administración Económico Financiera de la UEGP N° 157 “Foro Social del Nea”. Columnista económico de Radio Nuestra Voz, Radio Mágica, Radio Puerto, Revista Bohemia, Chaco Stream.
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