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Jueves 16 de mayo de 2024
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De San Ignacio al mundo: Misiones en los escritos de Horacio Quiroga

Desde que eligió a San Ignacio, Horacio Quiroga pasó a formar parte del patrimonio cultural de Misiones. En sus escritos, el mundo pudo conocer la selva misionera y la vida en el monte

Desde que eligió a San Ignacio, Horacio Quiroga pasó a formar parte del patrimonio cultural de Misiones. En sus escritos, el mundo pudo conocer la selva misionera y la vida en el monte

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Horacio Quiroga visita por primera vez Misiones en una expedición organizada por Lugones hacia las ruinas jesuíticas. Fascinado por el clima y el aire de la selva, el escritor uruguayo eligió a San Ignacio como su lugar de residencia permanente, convirtiéndose así en parte del patrimonio cultural de la provincia.

Si bien muchos de sus escritos no transcurren en la provincia de Misiones, curiosamente aquellos que describen la vida en el monte y la selva terminaron siendo algunos de sus más famosos relatos. En la siguiente nota, se repasará los lugares de Misiones que quedaron inmortalizados en los cuentos de Quiroga.

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La mística de San Ignacio

San Ignacio es, por supuesto, el mayor protagonista de sus escritos. Algunos pueden haberlo pasado por alto, ya que el escritor, como para aportarle un mayor misticismo a sus relatos, se toma la licencia poética de llamarlo “Iviraromí”.

San Ignacio es el escenario principal de muchas de los relatos de Quiroga.

En principio, con este sobrenombre Quiroga parece intentar inscribirse en la tradición que luego popularizarían Faulkner con su Yoknapatawpha y García Márquez con su Macondo, de crear lugares ficticios y provistos de cualidades casi místicas. El nombre, a su vez, sirve para poner a San Ignacio en una permanente transición entre las misiones jesuíticas y el pueblo criollo, entre la selva y la vida humana.

Dos cuentos son los que mejor describen los lugares y ciertas costumbres de San Ignacio. En “El Peón”, inspirado sin lugar a dudas en el peón brasilero a quién Quiroga empleó para ayudarlo a hacer su casa, Quiroga describe su vivienda, hoy atractivo turístico del pueblo.

Allí están descritos el escalón del comedor donde encuentra a la muchacha herida, sus herramientas que el peón tomaba de noche, el palmeral del patio que había plantado y hasta el portón de entrada.

En el techo de incienso, Quiroga relata las peripecias de Orgaz, el jefe del registro civil de San Ignacio, en su infructuosa búsqueda de encontrarle sentido a una tarea repetitiva cuyo único fin es mantener un estilo de vida moderno en donde la selva, tarde o temprano, se come todo.

En “El Peon” y “El Techo de Incienso” Quiroga describe la casa que tenía en San Ignacio

En los infortunios de Orgaz, seguramente inspirados en el proceso de adaptación que debió padecer Quiroga al mudarse de Buenos Aires a San Ignacio, están las tablitas de madera seca que hacían de techo de lajas en aquel entonces o el bambusal que tenía en su hogar.

En cuentos como “El Hombre Muerto”, “Los Desterrados” o “Tacuara-Mansión”, Quiroga profundiza más la idea del hombre moderno, cuya salud está sostenida por los objetivos que todos los días persigue y cumple en la ciudad, es destruido poco a poco cuando este ritmo se ve sometido a los tiempos de un pueblo de monte, llevándolo ineludiblemente al alcohol o la locura.

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Allí toman importancia los distintos caminos que unen los puntos de San Ignacio, como elementos de transición entre un destino y otro de los protagonistas. Es en el camino del Yabebirí en donde transportan al Dr. Rivers, quien tal vez en otro lugar había sido un prominente químico. El camino a “Puerto Nuevo” (que hoy sería donde se encuentra el Club del Río), frente a la casa de Quiroga, donde el protagonista de “El Hombre Muerto” entiende la indiferencia de la naturaleza ante su muerte y es en el rocoso camino a “puerto viejo” donde encuentran al Dr. Else tirado, riéndose después de otra de sus borracheras en “los destiladores de naranja”.

Los paredones del Teyú Cuaré fueron fuente de fascinación para Quiroga.

Pero son tal vez los paredones del Teyú Cuaré los que causaron más fascinación en Quiroga. Mientras que Tolkien describiera los ríos de la tierra media como interrumpidos por colosales estatuas como las de los reyes Isildur y Anárion, Quiroga no necesita más que las piedras del Teyú Cuaré para saber que hay una presencia eterna capaz hasta de obstaculizar al poderoso Río Paraná.

Estas piedras que los guaraníes inmortalizaron con el mito del gran lagarto, aparece en cuentos como “Los pescadores de vigas”, “En la noche”, El Yaciyateré” y “Los fabricantes de carbón”.

Los ríos y arroyos

Muchas veces, Quiroga describe los elementos de la naturaleza como entidades vivas, como deidades dispuestas a contrariar y hasta devorar a los hombres ya sea por saña o simplemente indiferencia.

Los caudales de agua no son la excepción. Al Paraná, sin ir más lejos, fue al que describió más bondadosamente, ya sea como un resabio “tibio” de toda la angustia del pueblo en “La cámara oscura” o como unas enceguecedoras “aguas albeantes” que cortaban la selva. En “El techo de incienso”, hasta parece empatizar con él por las peripecias que hace sufrir en otros cuentos, viéndolo como aprisionado, encorsetado por el monte hasta liberarse en Candelaria, donde se abre finalmente y puede más fácil ser navegado.

Los arroyos, en cambio, se ven casi siempre como un  obstáculo peligroso. El Garupá, también en “El Techo de Incienso”, era imposible de navegar después de las lluvias por la cantidad de “basura fermentada” que bajaba a toda velocidad. De la misma forma describe al Paranaí como “furiosa avenida” a tener cuidado de caer en esa esquina de agua que genera con el Paraná.

El Yabebirí, por su cercanía, es el arroyo que más aparece en sus cuentos, dedicándole incluso uno de sus escritos: “El paso del Yabebirí”. En cuentos como “En la noche” y “El desierto”, sin embargo, el arroyo vuelve a ser uno de los principales obstáculos en la vida de los hombres, tragándose en su caudal al infortunado desprevenido o exigiendo el sudor de quienes deban transitarlo cotidianamente.

El muchacho vivía en la boca del Yabebirí, frente a la isla del Toro; lo cual representaba un serio viaje, porque si el Yabebirí se desciende y se remonta jugando, ocho horas continuas de remo aplastan los dedos de cualquiera que ya no está en tren”, describe Quiroga en “El desierto”.

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El Alto Paraná

Así como lo hicieran después escritores como Rodolfo Walsh o Alberto Varela, Quiroga también se vio fascinado ante la inhóspita vida y cruel destino que deparaba a los trabajadores del campo, a quienes en su cuento “El Mensú”, describió como “flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos y sucios” que llegaban “a la capital del bosque” para disfrutar de “la gloria de una semana con el anticipo de una nueva contrata”.

La imagen que describió Quiroga es la que se reproduciría cada vez que se intentara retratar al jornalero del campo en Misiones. En sus relatos y teniendo en cuenta El Mensú que observó Quiroga, no es otro que un precursor de lo que luego pasaría a llamarse “tarefero”, de cuya sangre y sudor era posible la plantación y explotación de la yerba mate.

El elemento más cercano que tiene Quiroga es el depósito de yerba que se encontraba cerca del puerto nuevo (hoy viejo) de San Ignacio. Este galpón aparecería en cuentos como “La Cámara Oscura”, en la que cual imágenes de polaroid, el narrador pasa a través de distintos lugares que acompañan el sentimiento de desazón e infortunio que le producen la noticia de la enfermedad del juez de paz.

En otros cuentos, Quiroga se mene más a fondo en la explotación y condiciones de esclavitud de las que el tarefero ya era víctima en aquellos tiempos. No por nada, Quiroga era conocido por frecuentar anarquistas y defensores de los trabajadores de campo como el “Sarambí” Marcos Kanner, quien fuera apresado por las autoridades mientras vacacionaba en la casa del escritor.

El retrato de estos mensúes se encuentra más lejos, en el alto Paraná. El cuento “El Mensú”, por ejemplo, transcurre en los alrededores entre El Alcazar y Montecarlo, describiéndose al Paranaí como una “furiosa avenida” que la lluvia volvía peligrosa de transitar.

“A la deriva”, el cuento en que dos jornaleros escapan de sus capangas arrojándose en canoa río abajo hasta morir de inanición, transcurre aún más arriba. Los mensúes en cuestión escapan de una plantación en Puerto Esperanza, y es tal la tortuosa vida que de éstos jornaleros, que hasta en su último aliento uno de ellos no puede pensar otra cosa sino el día en que empezó a trabajar.

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