El año pasado el 12 de octubre ya había sido un tema de provocación para el Gobierno de Javier Milei, cuando decidieron volver a llamar “Día de la Raza” a la fecha conmemorativa. El gesto, en ese momento en manos de un Gobierno mucho más envalentonado, condensa la lógica política y el imaginario cultural de la ultraderecha: la idea de una Argentina imaginada desde el odio y que reniega de su propia diversidad. Una Argentina rubia, homogénea, europea y que no existe.
La mentira blanca
El 12 de octubre solía llamarse Día del Respeto a la Diversidad Cultural y el nuevo cambio de nombre contradice el Decreto 1584/2010 de Cristina Fernández de Kirchner. Por este simple hecho ya podría entenderse porque el Gobierno Nacional está tan empeñado en el capricho semántico, pero es mucho más profundo que eso. Es una intervención ideológica sobre la memoria colectiva, un intento de reinstalar una mirada colonial sobre la historia nacional.
Jugadores en toda la cancha, mientras el Ejecutivo recupera un término que las ciencias sociales y los organismos internacionales desecharon hace décadas, las redes sociales se llenan de trolls libertarios que repiten el mismo libreto: negar que Argentina sea un país mestizo, descalificar toda mención a los pueblos originarios y burlarse de quienes reivindican su herencia afro o indígena.
El discurso es conocido: “somos todos descendientes de barcos”, “acá no hay indios”, “si sos marrón no sos argentino”. Es la versión digital del viejo mito de la Argentina blanca pero ahora amplificada por el algoritmo, convertida en trending topic y elevada a política de Estado.
En Argentina no hay indios ni terrorismo. Hay racismo y colonialidad del poder. pic.twitter.com/224hpoDL8F
— Soledad Barruti 🧚🏽♀️ (@solebarruti) October 24, 2021
De la raza al troll
Esto funciona porque sigue el mismo patrón que sigue toda la comunicación del Gobierno Nacional: la del trollismo libertario, una forma de destruir consensos culturales y reemplazarlos por provocaciones o ideas vacías. No aceptan debates, fuentes o hechos, porque no se busca tener la razón, se busca simplemente enojar al otro.
Javier Milei y su entorno actúan más como trolls que como gobernantes. El presidente no dialoga, incita. No busca acuerdos, busca reacciones. Su estilo es el del provocador digital que encuentra placer en el escándalo. La cultura política que encarna se alimenta del odio y la burla hacia todo lo que se considere “progre”: feministas, ambientalistas, migrantes, pueblos originarios.
Pero esto ni siquiera es una idea original suya, el modelo de troll libertario es heredado de figuras como Donald Trump o Elon Musk. Todos ellos usan la misma estrategia de ridiculizar a quienes defienden derechos y diversidades, porque están en una guerra santa propia contra el “wokismo”. Esa palabra acá se tradujo en “los progres”, que es la etiqueta despectiva para todo lo que sea un poco de conciencia social o simplemente empatía.
En Argentina, los trolls que se agrupan bajo cuentas falsas o anónimas repiten que “Argentina no es un país racista”, mientras llenan las redes de insultos hacia mujeres de todo tipo y migrantes peruanos, bolivianos y paraguayos. El trollismo se nutre del escándalo y la atención. Cada respuesta indignada refuerza su poder. Por eso su líder también gobierna desde Twitter: porque allí puede trolear sin límites, con la garantía de que el algoritmo amplificará su voz y le responderá el algoritmo de Yrigoyen.
El poder de la distorsión del discurso
Pero aunque trolear genere clics, gobernar exige otra cosa. La democracia necesita diálogo, negociación y respeto por la pluralidad y el trollismo libertario destruye justamente eso. El racismo se disfraza de ironía, la discriminación se presenta como libertad de expresión, y el desprecio por la diferencia se legitima como “batalla cultural”.
Sergio Caggiano explica en su libro “El sentido común visual” que “lo que se construye es una percepción compartida de que los argentinos son blancos, y todo lo demás pertenece a otro lugar”. Por eso los pueblos originarios aparecen apenas como decorado, descalzos, con lanzas o harapos, como si fueran parte de un pasado ya extinto.
Y este discurso le sirve a la política para reescribir la historia y justificar el presente. Si los pueblos originarios son vistos como un vestigio del pasado, no hay problema en quitarles sus tierras, si el país se piensa como blanco y europeo, las políticas de inclusión, reparación o diversidad se vuelven innecesarias. Y si los negros, los marrones, los indígenas son invisibles, entonces tampoco son parte del pueblo que protesta.
La realidad es que Argentina es mestiza, “marrón” y diversa. En cada uno de nosotros hay rastros de esa mezcla que los trolls niegan y que las políticas libertarias intentan borrar. La Argentina blanca no existe ni existió y es una tarea urgente reconocerlo porque sino nos jugamos la posibilidad de una democracia que se reconozca plural, que acepte su historia y la repare.

La patria criolla
Si bien hoy el Gobierno de Javier Milei intenta volver atrás, la historia necesita mucho más que un tweet enojado o un cambio de nombre para que nos olvidemos quienes somos. Los pueblos originarios siguen reclamando por sus territorios, las comunidades afrodescendientes siguen exigiendo visibilidad y millones de personas no se identifican como nada más que puro argentino.
El 12 de octubre debería ser eso: un día para reconocer la pluralidad y la mezcla que nos constituyen, no un tributo a una raza inexistente, ni un guiño a los trolls del odio. Porque Argentina no nació bajada de un barco. Argentina se formó con años y años de culturas, pueblos y lenguas mezclándose bajo el mismo sol patrio.
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