La madrugada del 20 de agosto de 2025, Juan Sabín, un joven de 24 años, esperaba un auto en el Paseo de la Infanta, en Palermo. Había salido de un boliche con un amigo que atravesaba un momento difícil: la muerte reciente de su abuela. Pero para dos hombres que pasaban por ahí, el clima de tristeza fue motivo de burla, así que imitaron el llanto del acompañante. Cuando Juan intentó frenar esa crueldad gratuita, los agresores descargaron todo su odio. “Dejámelo a mí, que siempre quise pegarle a uno de estos”, gritó uno de ellos antes de tirarlo al piso y golpearlo con tal violencia que le fracturó la mandíbula en dos partes. No hubo robo. Solo odio. El resultado para Juan fue una cirugía maxilofacial, placas de titanio y una recuperación larga y costosa.
La golpiza a Juan fue noticia en todo el país y generó repudio en redes sociales, donde artistas y referentes se solidarizaron con él. Pero lo que para muchos pareció un caso aislado de violencia homofóbica, no lo fue. Ese mismo día, en el Senado de la Nación, estaba previsto un seminario titulado “Ley de Identidad de Género: testimonios sobre sus consecuencias”. Una actividad institucional que buscaba, ni más ni menos, cuestionar una norma pionera y reconocida internacionalmente como la Ley 26.743. El evento se cayó gracias a la presión de organizaciones LGBT+, que convocaron a un “Cabildo Trava” en la puerta del Congreso. Pero el hecho de que el Senado hubiera avalado su organización es suficiente para trazar un puente con la agresión sufrida por Juan: la violencia civil se alimenta de la violencia estatal.

El odio no aparece de la nada
Los crímenes de odio no son hechos aislados ni productos espontáneos de individuos “desequilibrados”. No salen de la nada, salen de contextos donde los discursos públicos habilitan, legitiman y normalizan la violencia. Cuando un Presidente en un foro global como Davos dice que la “ideología de género” es “abuso infantil” y acusa al colectivo LGBT+ de ser “pedófilo”, da licencia social para que cualquiera sienta que pegarle a una persona homosexual en la calle es un acto de justicia. Cuando el Senado da lugar a un seminario que cuestiona la Ley de Identidad de Género, aunque luego lo retire, transmite el mensaje de que los derechos de las personas trans son discutibles, reversibles, prescindibles. Y ese mensaje baja, se internaliza y se traduce en golpes, insultos, expulsiones y hasta en asesinatos.
Y todo esto puede ser respaldado por los datos del Observatorio Nacional de Crímenes de Odio LGBT+: en el primer semestre de 2025 los ataques contra personas de la comunidad aumentaron un 70%. Pasaron de 60 casos en los primeros 6 meses de 2024 a 102 en el mismo período de este año. El 16,7% de ellos terminaron en la muerte de la víctima, sea por asesinatos directos, suicidios derivados de la violencia o muertes por exclusión social. Las mujeres trans siguen siendo el blanco predilecto de ese odio, concentrando más de la mitad de los casos más graves.
El dato que más preocupa es que en el 64,7% de los casos el responsable fue el propio Estado: fuerzas de seguridad que ejercieron violencia, organismos públicos que discriminaron, funcionarios que omitieron protección. Es decir: no es solo la calle, es el propio aparato institucional el que agrede.
Davos: Milei contra la diversidad
La mejor manera de ejemplificar este suceso es con el discurso de Milei en Davos. En un espacio dedicado a economía, el Presidente eligió atacar a feministas y personas LGBT+. “La ideología de género constituye lisa y llanamente abuso infantil. Son pedófilos”, lanzó, recordando el caso aislado de una pareja en Estados Unidos para estigmatizar a toda la comunidad. Cuestionó además la figura de femicidio y definió al feminismo como una “búsqueda de privilegios”.
Ese discurso no fue un exabrupto, es parte de una narrativa sostenida desde incluso antes de asumir: demonizar al movimiento de mujeres y a la diversidad como culpables de males sociales, mientras desmantela políticas públicas que los protegían. La eliminación del Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, el despido de 900 trabajadoras y trabajadores incorporados por la Ley de Cupo Laboral Travesti Trans, la invisibilización del triple lesbicidio de Barracas en 2024 bajo el argumento de que “todas las víctimas importan”, son piezas de un mismo rompecabezas.
El Senado y la trampa de la revisión
El seminario que se iba a realizar en el Senado el mismo 20 de agosto (el día del activismo por la diversidad sexual, de paso sea dicho) es otra prueba de esa habilitación. Bajo el pretexto de “analizar testimonios sobre las consecuencias” de la Ley de Identidad de Género, se pretendía instalar una agenda reaccionaria en línea con movimientos como VOX en España o el trumpismo en Estados Unidos. Como señaló la activista Gabriela Ivy, no se trataba de proteger a las infancias trans, sino de importar un modelo de persecución global: negar las identidades, cuestionar los derechos, estigmatizar los cuerpos.
Luciana Viera, de la Asociación Civil Mocha Celis, fue más precisa aún: “Cada vez que se instala la idea de revisar la Ley de Identidad de Género, lo que realmente se busca es retroceder en conquistas que nos costaron años de lucha y vidas de muchos compañeros y compañeras. Debatir la ley es debatir si tenemos derecho a existir. Y eso no es democracia, es violencia institucional”. No se trata de una discusión técnica, sino de un intento por volver a la dignidad humana un tema de discusión.
El repudio social, traducido en la convocatoria del “Cabildo Trava” y la presión de organizaciones trans, feministas y de derechos humanos, logró frenar el evento. Pero la sola habilitación de ese espacio en el Senado muestra hasta qué punto los discursos de odio ya se encuentran instalados en los pasillos del poder.
La violencia invisible: negar, diluir, borrar
Otra forma de violencia que baja desde el Estado Nacional es la invisibilización. Cuando sucedió el triple lesbicidio de Barracas, el Vocero Presidencia relativizó el tema diciendo “todas las víctimas importan”, borrando la razón específica por qué las mataron: el odio. Esa lógica es funcional porque si no reconocen el problema, no generan políticas para resolverlo. Si no se nombra el crimen de odio, no se implementan programas de prevención. Si no se habla de transfemicidios, no hay presupuesto para cupo laboral ni acceso a salud.
Y esa invisibilización también se ve en la asignación presupuestaria: el porcentaje del PBI destinado a políticas de género es ínfimo, pero eso no impide que se demonice al feminismo y a la diversidad como “privilegios” responsables de la crisis económica. Así se construye un enemigo interno al que se le puede achacar la pobreza, la inseguridad, la inflación. Una estrategia política que ya usaron otras derechas y que en Argentina se traduce en golpes, expulsiones y muertes.
La historia argentina demuestra que los discursos de odio no son inocuos. Lo que se dice desde el poder, lo que se calla y lo que se habilita, se traduce en prácticas sociales concretas. La homofobia civil no se explica sin la homofobia estatal. El ataque a Juan Sabín no se entiende sin el discurso de Milei en Davos ni sin el seminario que el Senado pretendía realizar. La violencia civil y la violencia institucional forman parte de la misma trama.
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