Cada 16 de septiembre se celebra en Argentina el Día del Almacenero, una fecha que busca reconocer a quienes, detrás de un mostrador, sostienen desde hace décadas la vida cotidiana de los barrios. Sin embargo, el festejo se da en un clima de profunda preocupación económica: según el último relevamiento de CAME, las ventas minoristas cayeron 2,6% interanual en agosto y acumulan cuatro meses consecutivos de baja, reflejando con crudeza la retracción del consumo.
Bajo la gestión de Javier Milei, los almaceneros enfrentan un escenario tan duro como conocido: aumentos desmedidos en los precios, especulación de grandes empresas, caída de las ventas y un consumidor que ya no consumen en grandes cantidades, sino que compra lo justo para el día a día. La explicación está en el bolsillo: los salarios pierden contra los precios y los aumentos especulativos de las grandes empresas dejan a los comercios de cercanía en un callejón sin salida.
La propia CAME lo confirma: el consumo se concentra en volúmenes reducidos y productos esenciales, con una fuerte dependencia de promociones y financiamiento. Es decir, la misma postal que describen los almaceneros en primera persona: familias que estiran el sueldo al límite, que comparan marcas y que, cuando no les alcanza, directamente dejan de comprar.

Resistiendo a la crisis económica
En este escenario, el Día del Almacenero se convierte en símbolo de resistencia más que de celebración. Resistencia de los pequeños comerciantes que siguen abriendo todos los días, que enfrentan aumentos semanales de las proveedoras, que no pueden competir con el músculo de los hipermercados y que, aun así, siguen siendo el lugar de encuentro en cada barrio.
Mientras el Gobierno de Milei insiste en un esquema económico que libera precios y ajusta el gasto social, los almaceneros –y con ellos, los consumidores– pagan el costo más alto: menos ventas, menos poder de compra y más incertidumbre.
El almacén, esa institución barrial que forma parte de la identidad argentina, hoy es un espejo fiel de la crisis: detrás del mostrador se mide en tiempo real cómo se desploma el consumo popular. Y, aunque se celebre su día, lo que queda claro es que el festejo solo puede ser posible si se recupera lo esencial: el salario, la mesa familiar y la dignidad de comprar sin miedo a que el dinero no alcance hasta mañana.
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